jueves, 17 de enero de 2008

¿Materialismo dialéctico o filosofía de la praxis?

Por Néstor Kohan
Marx es su (tercer) mundo "hacia un socialismo no colonizado" Capítulo VII

Se sabe que en América y en el mundo la revolución vencerá, pero no es de revolucionarios sentarse a la puerta de su casa para ver pasar el cadáver del imperialismo. El papel de Job no cuadra con el de un revolucionario.
Segunda Declaración de La Habana 4 de febrero de 1962

En el comienzo fue la acción.
FAUSTO J. W. GOETHE

¿Cómo resistir la esclerosis dogmática? ¿Cómo garantizar que la filosofía marxista no se petrifique ni se momifique en una apología encubierta del orden existente? ¿Cómo recuperar la dimensión disruptiva achatada, vapuleada y puesta en sordina hasta el cansancio por la vulgata
de los manuales?
En primer lugar, pongámonos de acuerdo. No hay salida del laberinto si seguimos apelando a la envoltura ontologizante con que se cubrió y maniató el martillo crítico de Marx. La negatividad de la dialéctica solo puede golpear con toda su magnitud contra el poder si se la desgaja de la cosmología naturalista. Aferrarla a la pasión, a la voluntad, a la praxis colectiva de los miles de hombres y mujeres que luchan contra la explotación y la dominación. El capitalismo no caerá por mandato ineluctable de las semillas y los árboles ni del agua que hierve y pega un salto de cantidad en calidad. Dejemos esas puerilidades para la etapa
primitiva del marxismo, para el marxismo subdesarrollado.
Rescatemos de su filtro ontologizante la médula profundamente crítica y revolucionaria que caracteriza y define a esta filosofía, a este método, a esta concepción del mundo y de la vida.Para ello hoy resulta absolutamente imprescindible destacar el opacado y vilipendiado —como "idealista subjetivo"— lugar central que en ella ocupa la categoría de praxis. Praxis que no significa nada más que la acción y la actividad práctica humana de transformación del mundo objetual. Si el marxismo no apuesta al todo o nada en función de la práctica deja de ser revolucionario y se transforma en otra cosa. Si ello ocurriese, como decía Mariátegui, ya no es marxismo.
Si todos los problemas solo pueden ser planteados y comprendidos a partir de su relación con la actividad práctica humana, entonces el marxismo puede ser considerado con Gramsci como un humanismo absoluto. Humanismo que frente a toda tentación metafísica implicará
inexorable y contemporáneamente un historicismo también absoluto: "La filosofía de la praxis es el ‘historicismo’ absoluto, la mundanización y terrenalidad absoluta del pensamiento, un humanismo absoluto de la historia. En esta línea hay que excavar el filón de la nueva concepción del mundo", alertaba el italiano.
¿Que solo somos soportes de relaciones sociales?, ¿meros portadores de ideología?, ¿simples mensajeros de un discurso que tiene vida propia? Las modas pasan, los furores se disipan... Hoy debe reconocerse que los determinismos económicos, ideológicos, discursivos, no han logrado derribar con su lógica de hierro al régimen capitalista. Perdida la seguridad que otorgaban esas doctrinas donde el sujeto humano era un mero efecto de estructura —o de superestructura o de lenguaje o de discurso o de poder, etc.—, y su comportamiento podía describirse como se analiza el mecanismo físico de un reloj o el software de una computadora, todo se ha vuelto azar, discontinuidad, irracionalidad y fragmentación. El estructuralismo dio pie, en su fracaso, al posestructuralismo y este —¿para qué seguir creyendo en un centro estructural, que en definitiva sigue siendo sujeto?— al posmodernismo. Un viaje de ida, un itinerario previsible, cuya estación de salida afincaba en la tramposa seguridad absoluta de haber borrado al sujeto de la racionalidad histórica. El punto de llegada —¿podía ser de otro modo?— condujo no solo a eliminar teóricamente al sujeto sino también las estructuras, los centros y las determinaciones sobredeterminadas de las estructuras, e incluso a los grandes relatos totalizadores que pretendían aprehenderlas racionalmente. La frialdad del estructuralismo marxista derivó en el calor sofocante y pegajoso de la renuncia a todo proyecto
de emancipación. Un calor que apesta y ahoga. La dureza metálica de una historia sin sujeto, de un sujeto sujetado en los moldes de acero de las personificaciones históricas, dejó su lugar ahora ocupado por una blandura gelatinosa y babeante de "pensamiento débil" y moral
fláccida.
¿Y la praxis? ¿Y la política? ¿Y las luchas anticoloniales, de liberación nacional, antimperialistas, anticapitalistas, socialistas? ¿Y la revolución? Sí, la revolución. ¿Solo queda margen para las luchas fragmentarias, puntuales, corporativas, circunscriptas a los micromundos inmediatos de cada uno de los movimientos sociales? ¿No hay posibilidad de articular los múltiples sujetos en una totalidad integradora, tratando de que la riqueza de la diversidad no se convierta en fragmentación? Nuevamente... ¿y la praxis?
Precisemos, entonces, cuál es la significación de la expresión “envoltura ontologizante” — una feliz expresión de Adolfo Sánchez Vázquez— que hemos utilizado al caracterizar lo que fue la principal dirección filosófica del marxismo dogmático. El referente de este concepto apunta hacia la principal tendencia que reviste la filosofía del marxismo si es entendida como un materialismo dialéctico. Concebir el marxismo como tal implica seguir girando en torno del problema de los grados y las jerarquías ontológicas de lo real (“la materia”) así como la relación del ser con el pensar, o el de la naturaleza objetiva con el hombre. Problema que en la génesis histórica del DIAMAT, como ya hemos visto, fue originariamente formulado por Engels.
Con el objetivo de superar definitivamente esta tradición hermenéutica y las consecuencias políticas que de ella se derivan en la “deducción-aplicación” de los esquemas lógicos universales al terreno sociohistórico latinoamericano, intentaremos reconstruir el pensamiento marxiano centrándonos en su dimensión praxiológica. En esta otra dirección, la filosofía del marxismo ya no puede ser concebida como un materialismo dialéctico, pues su problema fundamental no es ni nunca ha sido ontológico (relación del ser con el pensamiento al margen de la práctica). En realidad es una filosofía de la praxis que aborda los problemas fundamentales de la filosofía y la política —sobre todo de la política, que es lo que más nos interesa— en relación con la actividad práctica humana, que pasa de esta manera a tener la primacía desde un punto de vista antropológico (puesto que el hombre se constituye a partir de, en y por la praxis), histórico (puesto que la historia no es más que la historia de la praxis humana y resultado contingente de la actividad de los seres humanos), gnoseológico (porque la práctica es el fundamento del comienzo, de los métodos y del fin del conocimiento, así como su criterio de verdad), ontológico (pues el problema de las relaciones entre el hombre y la naturaleza, o entre el pensamiento y el ser, no puede resolverse al margen de la praxis), económico (en tanto la economía no es más que el ámbito de las relaciones sociales de producción, distribución,
intercambio y consumo que los seres humanos establecen entre sí en el curso del desarrollo de su actividad histórica) y definitivamente político (pues el poder se constituye en el espacio social de las relaciones de fuerza entre los seres humanos y sus prácticas). Lo que articula esta inmensa y voluminosa cantidad de problemáticas —hoy abordadas por cada una de las disciplinas sociales— es la actividad humana. El sujeto humano en actividad es núcleo de verdad histórica, a condición de que no quede reducido al sujeto entendido como un individuo aislado, egoísta y mezquinamente calculador (el Robinson Crusoe del cual se reía Marx), cuya caricatura de racionalidad hoy han adoptado acríticamente los "marxistas" analíticos y todo el individualismo metodológico.
Un antecedente obligado al cual nos debemos remitir en el intento de repensar a Marx desde esta nueva perspectiva filosófica es la obra de aquel hereje comunista italiano, quien enfrentando la recientemente constituida “ortodoxia” denominó al marxismo —retomando la botella lanzada al mar por Labriola— “filosofía de la praxis”. Lo hizo por razones de censura carcelaria, pero también y sobre todo porque consideraba que la categoría central de su corpus teórico era la “praxis”. En los Cuadernos de la cárcel, Nino —como lo llamaban sus amigos y compañeros—cuestionaba la división de la filosofía de la praxis en dos pliegues doctrinarios mecánica y abstractamente separados: 1) una “doctrina de la historia y de la política” (el denominado “materialismo histórico”), y
2) una doctrina filosófica general (perteneciente a la tradición materialista, a la que se le agregaba el aditamento “dialéctico”). Esta separación mecánica no solo es identificable en el rudimentario DIAMAT sino también en el sofisticado pensamiento de Althusser. En uno y otro se intenta reconstruir la "filosofía ausente" en El capital: desde el materialismo ontológico uno, desde la epistemología estructural el otro. Pero en ambos hay separación.
En estos cuadernos —cuatro años posteriores a la proclamación del DIAMAT como filosofía oficial de la Internacional por parte de Bujarin y de la publicación de los Siete ensayos de nuestro Mariátegui—, Gramsci somete a crítica al autor de Teoría del materialismo histórico. En su critica sostiene que en Bujarin la doctrina de la política y la historia era concebida como la sociología del materialismo metafísico (o sea, la deducción-aplicación de los axiomas del materialismo en general al estudio de todas las sociedades). Sociología que debía ser construida teóricamente, según Bujarin, siguiendo el método de las ciencias naturales.
En cambio, Gramsci veía como inaudito que tal materialismo en general fuera concebido como una metafísica naturalista mecanicista válida para todo tiempo y todo lugar, lo que equivalía a considerarlo como "un universal abstracto fuera del tiempo y del espacio". La terminante caracterización gramsciana del “materialismo dialéctico” como una “metafísica” proviene de su concepción según la cual "escindida de la teoría de la historia y de la política, la filosofía no puede ser más que metafísica, mientras que la gran conquista en la historia del pensamiento moderno, representada por la filosofía de la praxis, es precisamente la
historización concreta de la filosofía y su identificación con la historia".
Leyendo desde hoy en día y desde nuestra realidad latinoamericana estas formulaciones gramscianas, ¿qué utilidad práctica tendría el marxismo desengachado de la política y la historia? Podría ser, sí, un instrumento cognoscitivo más —aséptico y neutralmente valorativo, como muchas veces se lo concibe en la Academia—, radicalmente ajeno a la praxis de
transformación. Pero si así fuese, si se convirtiera simplemente en uno de los tantos discursos que andan dando vueltas por allí —”que hay que tener en cuenta, por supuesto"...— y se abandonase definitivamente la vocación por el poder ¿seguiría siendo marxismo?; ¿por qué no cambiarle entonces de denominación?
La apuesta gramsciana implica que si es verdad que el marxismo se sustenta en el materialismo, este “nuevo materialismo” (como lo denomina Marx en la décima tesis sobre Feuerbach) no es una nueva metafísica teórica —una nueva praxis de la filosofía o un nuevo discurso de la ciencia, acumulativamente sumado a los anteriores— sino que constituye un materialismo praxiológico cualitativamente diferenciado del tradicional.
Es praxiológico en una doble dimensión: en primer lugar, porque concibe la relación del ser humano con el mundo como una relación activa, práctica, transformadora, y en segundo lugar, y principalmente, porque el pensamiento filosófico y teórico marxiano no pretende dar una nueva “interpretación del mundo” (aunque se la conciba como una nueva “práctica teórica”) sino que está dirigido centralmente a guiar la revolución social a través de uno de los polos privilegiados de la actividad humana: la praxis política revolucionaria, el ejercicio de la hegemonía. Aunque se lo quiera castrar, dándole una tarjeta de invitación para sentarlo a la mesa e integrarlo "democráticamente" al almuerzo equidistante de los otros discursos en danza, debemos apostar a romper esta comunión de los santos, esta tolerancia amistosa, esta (seductora) invitación al desarme. La praxis política tiene que seguir guiando seriamente nuestra reflexión. Si queremos continuar impugnando radicalmente el morboso festín de los satisfechos y los atragantados, no hay otra posibilidad.
Especifiquemos entonces los motivos que nos llevan a seguir empleando un término tan problemático como el de “materialismo”. Optamos por hacerlo porque la teoría de Marx prioriza en su explicación de los procesos sociales las condiciones materiales de existencia del hombre
en sociedad y sus actividades productivas en el nivel histórico-social. El materialismo remite a lo social, a lo histórico, no al elemento natural físico-químico. La materialidad de la que nos habla Marx es la de la praxis social.
Si el materialismo es entendido y circunscrito estrictamente en el nivel histórico-social y se lo concibe centrado en la praxis transformadora, no tiene ya nada que ver con el materialismo metafísico del DIAMAT (o el de Bujarin que critica Gramsci) que plantea la prioridad ontológica de la materia en sí, como “realidad objetiva” al margen del hombre y de su actividad práctica, por sobre el espíritu. Tampoco tiene ningún punto de intersección con el materialismo gnoseológico propio del realismo ingenuo que postula la primacía del mundo objetivo existente independientemente de cualquier sujeto que lo observa por sobre la conciencia que “lo refleja”. Los ejemplos pueriles de los manuales.
A partir de estas consideraciones sería oportuno repensar el status filosófico que corresponde a El capital y qué es lo que analiza Marx en él. Si su filosofía fuera “materialista” en el sentido tradicional de la palabra, entonces el objeto de El capital sería el estudio de la relación del ser humano con la naturaleza objetiva-material pensada a partir de la centralidad de la categoría de fuerzas productivas. A quien intente leerlo de este modo se le escapará completamente el objetivo que perseguía Marx, quien no por casualidad eligiera como subtítulo explicativo del libro la crítica de la economía política. ¡Cuánta actualidad tiene esa crítica en el mundo contemporáneo, cuando el horizonte social y cultural del capital y el reino de la religión mercantil todo lo inundan, todo lo atraviesan! ¡Cuánta actualidad en momentos en que hasta una importante porción de socialistas visualizan como eternamente insuperable la sociedad del mercado!
Esta crítica tiene como presupuesto la relación —abstracta y común a todas las épocas— del ser humano con la naturaleza a través del trabajo pero se despliega en otro nivel de determinación de mayor concreción que es el que le otorga su principal status filosófico: el de las formas sociales que adopta la praxis humana (1). Es solo a partir de la separación metodológica que realiza Marx entre “materia” y “forma social”(2)
de la actividad humana y de sus productos objetivados como este último puede realizar la crítica de la confusión ahistoricista en la que cae la economía política, estudiando al mismo tiempo los avatares históricos que reviste la praxis humana en el modo de producción capitalista. Luego, es lógico inferir que si bien su filosofía tiene como presupuesto la naturaleza y la relación que el hombre establece con ella, no obstante, su contenido principal se encuentra en la investigación de la actividad humana transformadora y de sus formas históricas diferenciales.
La gran fuerza hegemónica del capital, a fines del siglo XX y comienzos del XXI, reside justamente en haber convencido a millones —mediante el terror y el consenso— de que el capital y el modo de vida que conlleva no tienen historia. Son eternos, insuperables, ahistóricos. "Siempre hubo y siempre habrá ricos y pobres" reza un refrán popular, hijo de la derrota política. En la vida cotidiana, en cada una de las actividades de todos los días, en el trabajo, en el amor, en las profesiones, en el estudio, nos han convencido de que hay capitalismo para rato. Y en función de ello debemos adaptarnos y actuar. Como es obvio, lo único que resta es el "sálvese quien pueda... y si sobra algo es para mí". Allí reside el núcleo
último de la hegemonía cultural de los poderosos.
¿Acaso el marxismo como teoría política de la rebelión no debe intentar cuestionar esta "evidencia natural" hasta las últimas consecuencias? ¿No es esa su principal tarea en el orden teórico de este agitado comienzo de milenio?¿Es posible cuestionarla prescindiendo pues del historicismo?


1) Karel Kosik intenta explicar el modo de exposición del estudio de la praxis humana y de sus formas sociales que realiza Marx en El capital comparando su manera de abordar el problema con la de Hegel, Goethe, Novalis y Rousseau, y encontrando en todos ellos al igual que en Marx una forma simbólica común, “la odisea”: "El capital se manifiesta como la “odisea” de la praxis histórica concreta, la cual pasa desde su producto elemental del trabajo [la mercancía], a través de una serie de formas reales, en las que la actividad práctico espiritual de los hombres se objetiva y fija en la producción, y termina su peregrinación no con el conocimiento de lo que es por sí misma, sino con la acción práctica
revolucionaria.” (Karel Kosik, Dialéctica de lo concreto, p. 201.)

2) En todo El capital Marx reitera hasta el cansancio que el ámbito del valor, del plusvalor, de la ganancia, etc., no se encuentra en el terreno material sino en el social: "En la medida en que se representa valor en el trigo, el trigo solo se considera como determinada cantidad de trabajo social objetivado, sin que interesen en lo más mínimo la materia particular en el que se representa ese trabajo o ese particular valor de uso de esa materia". (El capital, t. III, v. 8, p. 1040.) El espacio de la forma
material es el que corresponde a la forma natural, al valor de uso y al trabajo concreto y útil que lo produce, mientras que el del valor es el que corresponde a las formas sociales que son las que permiten captar la diferencialidad histórica: "Sean cuales fueren las formas sociales de la producción, sus factores son siempre los trabajadores y los medios de producción [...] La forma especial en la que se lleva a cabo esta combinación distingue las diferentes épocas económicas de la estructura social". (Ob. cit., t. II, v. 4, p. 43.)

En el tratamiento de estas formas sociales que son distintas de las formas materiales reside la crítica a la economía política, tanto a la clásica como a la neoclásica, las que prescinden de tal diferencia y subordinan las primeras a las segundas y obtienen por resultado de esta operación teórica formas de producción que serían comunes a todas las épocas, y por lo tanto la legitimación de la “eternidad” del modo de producción capitalista y de sus relaciones sociales.

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